Hace no sé cuántos años sucedió
un evento que la historia ha dado en llamar “El caracazo”, una ola de protestas
violentas que se regaron por todo el país, entrando en una muy breve guerra
civil cuyo alcance nadie supo medir en su momento, por supuesto los
acontecimientos actuales , así como los de nuestro pasado reciente son producto
directo de aquel fallido evento, pero que a la luz de los acontecimientos fue
un gran triunfo para muchos que hoy detentan poder, algunos ya murieron, como
su artífice Fidel, otros cómplices permanecerán siempre en las sombras, que
además sean hasta de difícil sospecha en el teatro de los extremos posibles y
los engaños monstruosos que supone la política latinoamericana, desde siempre.
De esa época (la del caracazo) lo
único relevante es que cursaba creo que quinto año de bachillerato y una tarde
los alumnos del centro de estudiantes convocaron a huelga, recuerdo que mi
profesora de historia se alzó de hombros y nos dejó ir, de hecho nos instó,
salí alucinado, por primera vez iba a estar involucrado en una protesta de
grado universitario, como las que hablaban los tíos que sucedía en sus
universidades (UCV, UDO y UC) , me sentía ir a una batalla simbólica pues
suponía que las protestas habían sido homerizadas por mis tíos para sentirse
más valientes , epopeyas de pobres de los años ochenta por tirar tres piedras y
mentar madres a los policías se sentían casi el Masiste de las películas de
Romanos de su infancia. Salimos a la avenida y allí alguien secuestró (o estaba
a disposición, no recuerdo) de un autobús de la ruta estatal que nos llevó al epicentro de la ciudad (el centro) allí el
encanto se destrozó cuando vi a un compañero del liceo golpear una vitrina que
casi le cercenó el brazo derecho, enseguida los gritos, las carreras y el
desorden del pánico general ante la vista de sangre, hizo que el asunto se
pusiera más álgido y como si los negocios aledaños tuviesen la culpa de la
brutalidad suicida de un exaltado, los demás apedrearon vitrinas y los demás
saqueaban, vaciaban morrales y bolsos dejando los libros tirados para recoger
lo que las piedras habían dejado a mano, caminé todo lo rápido que podía, menos
mal por aquellos años trotaba dos kilómetros cada madrugada y hacia una hora de
gimnasio cada noche por lo que de correr no habría gran problema, ahora me
desmayaría, la policía había hecho cordones de seguridad emponzoñados de
agentes esperando la orden de disparar, solo quedaba seguir hacia adelante con
la esperanza de dejar algún espacio entre nosotros y los policías, solo para
terminar en una plaza rodeados por guardias nacionales que siempre han sido
temibles, comenzaron las bombas lacrimógenas y uno que otro disparo, esos los
escuché cuando estaba sentado en el segundo banco del ala izquierda de la
catedral el único santuario posible en aquel desastre, allí espere una media
hora , cuando el estruendo de gritos y humo bajo de intensidad , busqué refugio
en la ferretería de uno de mis tíos políticos más entrañables (se llamaba
“ferretería Los Tigres”) , quien muy amablemente me llevó a casa.
El estado de conmoción duró unas
semanas, desde la tarde de protestas hasta que las calles quedaron despejadas
de militares pasó un tiempo, lo único bueno de aquellos días era que conocíamos
a unos buenos amigos que nos permitieron
romper el toque de queda con música y licor, alguna vez hasta escoltados por
policías que velaban el cumplimiento de la norma que rompíamos los amigotes de
la época. Aquellos días era normal tropezarse hasta tanques de guerra por las
calles de la ciudad, además como siempre, los soldados que se supone están del
mismo lado que tú, te tratan como enemigo, algo bastante desagradable.
Aunque ustedes crean que este
texto terminará con alguna bomba histórica, de esas cosas que uno se entera
cuando conversa con un coronel retirado que trabajaba en casa militar en
aquella época o los cuentos de varios profesores (hace rato jubilados)
comprometidos con la acción de aquel día, están equivocados, la única relación
que puedo trazar con absoluta certeza es que en aquellos días vi por primera
vez el rostro amargo de la desesperanza, cada vez que pienso en los posibles
futiros inmediatos de mi país, por alguna razón mnemotécnica termino viendo a
imagen de los soldados con su bayoneta calada mirándome feo desde los
semáforos, las barricadas artilladas frente al cuartel que hasta hace poco
albergó los cuarteles de la cuarta división blindada y los de la división de
inteligencia militar, el terminal de pasajeros de la ciudad con soldados
pidiendo documentos, cacheando ciudadanos y arrestándolos sin mucha discusión
so pena de un disparo a quema ropa, jeeps artillados a las puertas de los
supermercados, barricadas con soldados armados en cualquier esquina y toque de
queda desde el amanecer hasta el anochecer , todo el que conocía una calle
tropical en aquellos años puede dar fe del estruendo constante que viven los
vecinos hasta caer la noche, en aquellos días el silencio aturdía todo el día,
el ambiente era de velorio. Esa vez, la desesperanza ya se valía de las
bayonetas, hoy, aunque no las vea, sigo presintiéndolas cerca para volverme un
acerico al primer descuido.
Aquel susto constante, el pánico
generalizado, la impertinente amenaza velada que uniformada defiende la patria
haciendo a todos de enemigos potenciales, aquella desazón, ahora sé que
significa desesperanza, el caracazo no ha terminado, solo que ahora es peor y
al igual que aquellos días, se adjetivará correctamente cuando los destrozos
sean irreversibles, lo que sucede es que este es un país grande, con muchos
negocios posibles, cuando ya ninguno opere sin grandes pérdidas, en ese
instante los historiadores comenzaran a relatar historias, adjetivaran esta
época y al igual que con la narrativa histórica que se integra con un antes y
un después, seguro comenzarán en los años (antes) del caracazo y lo que venga
luego, si es que hay uno.
José Briceño
19-11-2020
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