Ser
peatón en Venezuela es uno de los “deportes” más extremos que se puedan
imaginar, eso de andar de autobús en autobús y de paso utilizar el terminal
público es una ruleta rusa pero a modo tropical, allí encontramos de toda,
desde una corte de los milagros donde no se diferencian los mendigos de
costumbre a los que tienen eso por obligación, los vendedores ambulantes y los
atracadores muchas veces son la misma persona, diferenciarlos es casi que
misión imposible. Si te montas en una unidad toca aguantarse trescientos
vendedores de cuanta cosa puedes imaginarte, desde vendedores de helados,
revistas, periódicos, dulces, gente que pide “una colaboración” para su
enfermedad imaginaria o real, uno nunca sabe, son actores consumados de cuanta
sintomatología existe, en algunos casos hasta con niños que teóricamente están
enfermos de alguna cardiopatía, en fin toda una caterva de gentes de las más
diversas calañas y gustos.
Igual
te pueden arrebatar el celular como darte dos puñaladas por no tener uno y la
policía bien gracias, se aparecen si acaso cada quincena, creo que buscan su
dinero entre los comerciantes o malandros que pagan protección y se vuelven a
largar, total no hay ley que valga en ese sitio.
En
mi caso tengo toda mi vida casi que obligado a pasar por allí, no queda de otra
cuando no tienes vehículo, en todos los años que tengo usando ese espacio veo
con detenimiento todo lo que me rodea, una manera de supervivencia obligatoria
en mi país, hasta el punto ya de conocer algunos de los buhoneros o
comerciantes informales que allí hacen vida, desde hace unos años hay un rincón
del terminal donde se apostan los limpia botas con sus bártulos de trabajo, los
he visto crecer aunque nunca uso de sus servicios pues soy fanático de los
zapatos deportivos perfectos para caminar largas distancias, sin embargo y
ajeno a mi costumbre de vez en cuando le daba una moneda a un niño que a diario
voceaba sus servicios, por años lo vi pasar de niño a adolescente y de ahí a
hombre, un día no lo volví a ver más y la verdad imaginaba que algo bueno debió
haberle pasado, a pesar de que lo acostumbrado es lo contrario, tengo la mala
costumbre de pensar que a la gente siempre le va mejor.
Una
tarde, mientras esperaba el transporte para mi trabajo, un portugués al que
siempre le compraba mi marca preferida de cigarrillos me saluda, yo devuelvo la
gentileza, acto seguido me comenta si había sabido algo más del “pana de los
zapatos”, le respondí que la verdad no lo había vuelto a ver, el portugués ya
venezolanizado me busca conversa para relatarme la historia de ese joven
limpiabotas.
Resulta
que el muchacho era hijo de una de las obreras de la panadería “flor
Madeirense” de su propiedad aunque heredada de Joao el viejo quien ya está
retirado a su casa, en fin la señora un buen día se enamora de un tipo de rara
catadura quien la iba a buscar todas las noches a la panadería y de vez en
cuando se apostaba al frente a ver quién de los transeúntes le piropeaba a la
dama, especialmente los sábados en la tarde cuando el pretendiente venía con
unos tragos de más y algo de violencia a flor de piel, el asunto es que entre
una y otra cosa, la dama sale en estado, nueve meses después llegó al mundo
Willander Michael Perez Pirella.
La
señora tuvo que renunciar a la panadería, sin embargo, en vista de lo precaria
de su situación porque el galán del barrio puso pies en polvorosa apenas se
enteró del vástago, Joao le permitió trabajar medio día para ayudarla en su
trance pues ella tenía trabajando allí desde los tiempos del viejo, cuando era
una muchacha de apenas quince años, Willander fue creciendo con su abuela
materna quien compartía casa con seis nietos y sus tres hijas con sus
respectivos maridos de turno. El niño entre tanta miseria no tuvo de otra más
que salir a trabajar, por varios años se dedicó a lustrar zapatos en el
terminal, compartía su tiempo entre la escuela y el trabajo, un día su mamá
cayó enferma y por las cosas “normales” en Venezuela le tocó ir a un hospital
público donde murió a los pocos días gracias a una infección que pescó en su
reclusión hospitalaria ,lo peor es que a nadie le importó lo que le sucedió a
la señora, el niño fue criado por su abuela quien prefería a sus otros hijos y
por tanto, un buen día el niño se fue de la casa, Joao le daba de comer para
ayudarlo y de vez en cuando le traía sus zapatos y le dejaba una propina
generosa para ayudarlo.
A
los años el joven fue creciendo, creo que en esos años fue en que comencé a ver
al muchacho, llegado a ese punto le pregunté a Joao que había sido de la vida
de Willander (ahora sé cómo se llama) , me contó que estuvo peso pues lo
agarraron vendiendo piedra en el terminal, salió cuatro años después, al salir
volvió al terminal saludó al "portu" (como le decía) y le ofreció de gratis su protección pero a
los otros comerciantes les cobra una vacuna por evitar que otros malhechores
los asalten.
El
muchacho hizo una licenciatura en maldad, le contó que entre otras cosas había
aprovechado en esos días y le había disparado a un tio que de niño lo
maltrataba y de paso amenazo a la abuela con repetir la experiencia si por
casualidad le contaban algo a la policía, total, estaba protegido por el Pran
local quien a su vez era compadre de un ministro, los policías lo trataban con
cierto miedo porque era un intocable y al parecer era candidato por el partido
de gobierno a una concejalía de un barrio periférico.
Terminé
mi café y me fui a tomar mi autobús, pensando en que a pesar de todo en este
país se ha pervertido tanto la cosa que cualquier malandro es político y los
que no los somos pasamos a ser nada más cifras rojas en alguna estadística de
esas que nunca se revelaran, cosa mala para el futuro de todos, apenas me subo
en el bus miro un afiche político desde donde Willander saluda y pide su voto
para concejal, a la memoria del comandante supremo y que viva la revolución…
José
ramón Briceño, 2013
@jbdiwancomeback
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