.
Quizás
nadie más que unos cuantos lean estas líneas, a pesar de la costumbre no me
puedo contener y aprovecho este jueves de ocio para escribir mi más que notoria
admiración por el escritor que pobló mi infancias con una abuela malvada que prostituía
a su nieta por haberle quemado a casa, un señor muy anciano con unas alas
enormes que me causaba pesadillas exóticas, un par de magos malvados cuyo
nombre era igual al de un señor, que según mi abuela hipnotizaba gallinas y
caimanes en la televisión cada domingo. Ya entrado en la adolescencia me sorprendió
con una familia tan dispar como la mía, cuya vida parecía gemela a lo que mi
abuela contaba en las noches antes de dormir sobre los aparecidos, fantasmas y
locuras que han perseguido a ese reducto que yo llamaba familia, pero que vivió
cien años en soledad acompañada, esa familia de apellido con sabor a mediodía de
vacaciones que se apañaba de las tristezas tal como lo hacía con las alegrías,
muy al estilo latinoamericano que nos es tan familiar por estas tierras.
Deslumbrado
por Macondo me tropecé en la habitación de la abuela mítica un libro que me dio
las primeras lecciones de amor, esas que solo hoy, a los cuarenta todavía me conmueven,
a pesar de su asociación a eso tan eso como lo es el cólera, las decenas de
relecturas me muestran un universo nuevo cuando le sumo las vivencias y me esfuerzo en recrear el mítico rio
magdalena tan diferente a los ríos de mi estado natal, tan lejos de los mares
interiores de los estados del extremo
sur de mi país. Terminando el bachillerato me enseño sobre el laberinto que fue
el periplo de un general que va de salida y que años después es parte de una
tesis de grado que urge escribir a pesar de las turbulencias de la política y
el sobresalto de vivir estos tiempos, que por cierto me recuerdan muchísimo a
aquel patriarca cuyo otoño pleno de locuras parece revivir en cada tirano
tropical.
En
fin, con estas letras me despido del genio Colombiano que nos engañaba con sus
letras desde donde disfrazaba tan bien el aspecto autobiográfico de quien creyó
en la magia del sol del sur, el verdor de la selva, el ocre fresco de los ríos tropicales,
las ciénagas espantosas que no parecen perder su encanto a pesar de las plagas,
las locuras del poder omnímodo, los desaciertos de los vericuetos del corazón
latinoamericano, espero de verdad que cuando me toque me lo tropiece junto a otros
tantos, que en su cielo existan bares para conversar durante toda la eternidad
sin que tenga que vivir sus cien años de soledad en ningún limbo no laberinto,
no amores extraviados, que sea un anciano con unas alas enormes para atenuar con las letras de su prosa la aburridísima
soledad del cielo.
José
Ramón Briceño, 2014
@jbdiwancomeback
No hay comentarios.:
Publicar un comentario