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lunes, septiembre 01, 2025

Crónica de la desolación

 Para nadie es un secreto que, en Venezuela, entre 2013 y 2019 la crisis nos estuvo demostrando que Nietzsche tenía razón: “siempre se puede estar peor”. Es una época que, tal cual un Quijote cualquiera, “no quiero volver a recordar”. Pues eso somos la mayoría de los venezolanos: una suerte de Quijotes tropicales que día a día tenemos que pelear con molinos de viento pintados de verde, que además cuentan con un presupuesto de propaganda tan alto que, si te descuidas, empiezas a pensar que estás paranoico y que te lo imaginas todo.

Una de las costumbres que me he visto obligado a adquirir es la de analizar todo lo que hago, digo y pienso, no vaya a ser que le suelte a alguien alguna respuesta que me incrimine. Vaya usted a saber de qué, pero en un momento histórico como este, ser incriminado de cualquier cosa es factible. Entre la posverdad, la cancelación digital y la discrecionalidad de las leyes, nadie está seguro de ser totalmente inocente, ni siquiera de pensar. Si alguien te descubre pensando fuera de lo que debería pensar el rebaño, capaz terminas detenido por cualquier delito, real o inventado. Eso, al final, no tiene importancia.

En estos tiempos hay que convertirse en un nigromante de las noticias, tener algo de conocimiento de la historia nacional (la de verdad, no los panfletos de propaganda que nos clavan por los medios oficiales desde 1890), no creer en nada y buscar la verdad precisamente entre lo que nadie dice. Todo bajo dos máximas: “siempre se puede estar peor” y “piensa mal y acertarás”, muy a lo Maquiavelo. El pensamiento mágico-positivista puro no alcanza. Aunque toque trabajar igual, sabes que debes estar en el malabar de buscar cómo sobrevivir entre la avalancha de la desinformación, la información (a veces indistinguibles) y la devaluación constante; sumado a la autocensura y la co-censura, pues nunca sabes de dónde saldrá la denuncia: puede ir desde el vecino hasta el que te vende los productos en la bodeguita. Nadie sabe quién es quién.

El cuento de fondo es que cada vez que vamos sacando la cabeza del foso, algo sucede y deshace todo como si de un castillo de naipes se tratase. Nada puede ir bien hasta que se tropieza con la glotonería fiscal, la voracidad de los entes gubernamentales o la necesidad de algún general, camarada, diputado o almirante por obtener fondos de alguna parte, sin detenerse a pensar en todos los que arrastra en la caída. Este mes he comenzado a hacer un ejercicio diario: despertarme, darle un beso a mi esposa, un abrazo a mi gato, tomarme un café acompañado de un cigarrillo, pensando en la felicidad que eso me da. Hace seis años era un sueño; hoy es realidad. Aunque queremos más, al menos ya llevamos andado un camino que hace unos años veíamos imposible. Por tanto, más allá de las noticias, la posverdad, los marines, la devaluación, la recluta y el desconcierto por un futuro cada vez más incierto, no me va tan mal. Tengo para las facturas, la nevera con comida, un gato gigante, una mujer maravillosa y un internet funcional. Así que, más allá de las dificultades, toca seguir trabajando.

Puedo pensar miles de cosas, hacer cientos de escenarios, ponerme lo suficientemente nervioso como para que la ansiedad me obligue a tomar un ansiolítico y bajarle dos a los nervios, intentando racionalizar este natural pánico hacia el futuro que cada mañana me toma por los pies e interrumpe mi felicidad al recordarme que, entre las cosas efímeras de la vida, la felicidad es la más frágil, a pesar de todo lo que digan los gurúes del buen vivir. Precisamente esas cosas que están fuera de mi control son las que más daño hacen. No importa que, entre Indiana Jones y uno, solo falte vestirse de caqui, usar un sombrero y mostrar el látigo colgando del cinturón: el país entero parece estar en tu contra. Aun con el conocimiento de que, para el país, eres apenas un número de cédula y un RIF, sin importancia en las decisiones ni en las acciones —razón por la cual ni siquiera vale la pena discutir sobre la torpeza política y económica de las élites que solo velan por sus intereses—, igual inventan algo que te trastoca la vida.

A mis 53 años pienso que todo sucede por una razón, la mayoría de las veces buena, aun cuando uno no entienda mucho por dónde va el asunto. Por ejemplo, todo lo que sucedió de 2015 hasta acá ha cambiado mi visión personal del mundo. He logrado aprender cosas nuevas, emprender desde cero y con paciencia, hacer malabares con dos trabajos y hasta descubrir nuevos talentos. Espero que lo que vaya a suceder en Venezuela sea para mejor; no importa por dónde termine, igual no tengo poder alguno sobre ninguna decisión. Amanecerá y veremos en su momento. Por ahora, según la lógica de las acciones, falta un trecho oscuro y violento por transitar. Solo quiero que la luz al final del túnel llegue, que pase lo que tenga que pasar y que mi resiliencia active las neuronas para seguir manteniendo —y hasta mejorando— mi vida actual. Que a todos los que transitan por el mismo páramo les vaya bien y quienes se porten mal encuentren al karma de frente. Igual siempre habrá que trabajar y, si lo vemos de un modo menos amargo, el final para todos es el mismo. Aunque personas como yo nos neguemos a un foso, prefiero que hagan cenizas mi cuerpo y que abone una tierra que dé frutos antes que la soledad de una lápida. De todas maneras, el olvido será el mismo.

José Briceño
01/09/2025