Para nadie es un secreto que, en Venezuela, entre 2013 y 2019 la crisis nos estuvo demostrando que Nietzsche tenía razón: “siempre se puede estar peor”. Es una época que, tal cual un Quijote cualquiera, “no quiero volver a recordar”. Pues eso somos la mayoría de los venezolanos: una suerte de Quijotes tropicales que día a día tenemos que pelear con molinos de viento pintados de verde, que además cuentan con un presupuesto de propaganda tan alto que, si te descuidas, empiezas a pensar que estás paranoico y que te lo imaginas todo.
Una de las costumbres que me he visto obligado
a adquirir es la de analizar todo lo que hago, digo y pienso, no vaya a ser que
le suelte a alguien alguna respuesta que me incrimine. Vaya usted a saber de
qué, pero en un momento histórico como este, ser incriminado de cualquier cosa
es factible. Entre la posverdad, la cancelación digital y la discrecionalidad
de las leyes, nadie está seguro de ser totalmente inocente, ni siquiera de
pensar. Si alguien te descubre pensando fuera de lo que debería pensar el rebaño,
capaz terminas detenido por cualquier delito, real o inventado. Eso, al final,
no tiene importancia.
En estos tiempos hay que convertirse en un
nigromante de las noticias, tener algo de conocimiento de la historia nacional
(la de verdad, no los panfletos de propaganda que nos clavan por los medios
oficiales desde 1890), no creer en nada y buscar la verdad precisamente entre
lo que nadie dice. Todo bajo dos máximas: “siempre se puede estar peor”
y “piensa mal y acertarás”, muy a lo Maquiavelo. El pensamiento
mágico-positivista puro no alcanza. Aunque toque trabajar igual, sabes que
debes estar en el malabar de buscar cómo sobrevivir entre la avalancha de la
desinformación, la información (a veces indistinguibles) y la devaluación
constante; sumado a la autocensura y la co-censura, pues nunca sabes de dónde
saldrá la denuncia: puede ir desde el vecino hasta el que te vende los
productos en la bodeguita. Nadie sabe quién es quién.
El cuento de fondo es que cada vez que vamos
sacando la cabeza del foso, algo sucede y deshace todo como si de un castillo
de naipes se tratase. Nada puede ir bien hasta que se tropieza con la
glotonería fiscal, la voracidad de los entes gubernamentales o la necesidad de
algún general, camarada, diputado o almirante por obtener fondos de alguna
parte, sin detenerse a pensar en todos los que arrastra en la caída. Este mes
he comenzado a hacer un ejercicio diario: despertarme, darle un beso a mi
esposa, un abrazo a mi gato, tomarme un café acompañado de un cigarrillo,
pensando en la felicidad que eso me da. Hace seis años era un sueño; hoy es
realidad. Aunque queremos más, al menos ya llevamos andado un camino que hace
unos años veíamos imposible. Por tanto, más allá de las noticias, la posverdad,
los marines, la devaluación, la recluta y el desconcierto por un futuro cada
vez más incierto, no me va tan mal. Tengo para las facturas, la nevera con
comida, un gato gigante, una mujer maravillosa y un internet funcional. Así
que, más allá de las dificultades, toca seguir trabajando.
Puedo pensar miles de cosas, hacer cientos de
escenarios, ponerme lo suficientemente nervioso como para que la ansiedad me
obligue a tomar un ansiolítico y bajarle dos a los nervios, intentando
racionalizar este natural pánico hacia el futuro que cada mañana me toma por
los pies e interrumpe mi felicidad al recordarme que, entre las cosas efímeras
de la vida, la felicidad es la más frágil, a pesar de todo lo que digan los
gurúes del buen vivir. Precisamente esas cosas que están fuera de mi control
son las que más daño hacen. No importa que, entre Indiana Jones y uno, solo
falte vestirse de caqui, usar un sombrero y mostrar el látigo colgando del
cinturón: el país entero parece estar en tu contra. Aun con el conocimiento de
que, para el país, eres apenas un número de cédula y un RIF, sin importancia en
las decisiones ni en las acciones —razón por la cual ni siquiera vale la pena
discutir sobre la torpeza política y económica de las élites que solo velan por
sus intereses—, igual inventan algo que te trastoca la vida.
A mis 53 años pienso que todo sucede por una
razón, la mayoría de las veces buena, aun cuando uno no entienda mucho por
dónde va el asunto. Por ejemplo, todo lo que sucedió de 2015 hasta acá ha
cambiado mi visión personal del mundo. He logrado aprender cosas nuevas,
emprender desde cero y con paciencia, hacer malabares con dos trabajos y hasta
descubrir nuevos talentos. Espero que lo que vaya a suceder en Venezuela sea
para mejor; no importa por dónde termine, igual no tengo poder alguno sobre
ninguna decisión. Amanecerá y veremos en su momento. Por ahora, según la lógica
de las acciones, falta un trecho oscuro y violento por transitar. Solo quiero
que la luz al final del túnel llegue, que pase lo que tenga que pasar y que mi
resiliencia active las neuronas para seguir manteniendo —y hasta mejorando— mi
vida actual. Que a todos los que transitan por el mismo páramo les vaya bien y
quienes se porten mal encuentren al karma de frente. Igual siempre habrá que
trabajar y, si lo vemos de un modo menos amargo, el final para todos es el
mismo. Aunque personas como yo nos neguemos a un foso, prefiero que hagan
cenizas mi cuerpo y que abone una tierra que dé frutos antes que la soledad de
una lápida. De todas maneras, el olvido será el mismo.
José Briceño
01/09/2025
