Los gatos
Siempre me han gustado los gatos.
Con ellos uno aprende desde el afecto sin apego hasta la maravilla de saber que
viven contigo porque te quieren. Siempre prefieren irse de un sitio donde los
maltraten, en cuanto encuentran otro que los trate mejor. Así que, aunque no
sean tan amorosos como los perros, su cariño es sincero.
De hecho, parte de mi sueño es
vivir en un sitio tan apartado que el perro se sienta libre, solo para no
sentir que tengo un esclavo a mi servicio. El gato, en cambio, está contigo
porque quiere, incluso cuando —seguramente— tenga un vecino que lo trate mejor.
Los gatos no necesitan validación. Viven a su aire. Su única función es ser
elegantes y matar alimañas. Son buenos amigos que te acompañan por pura
amistad. Eso enseña algunas cosas.
Los años
Los años conviviendo con gatos
hacen que uno absorba cierta sabiduría. Uno de los superpoderes que he ganado
con la edad es que, en realidad, me importa muy poco la opinión de quienes no
gozan de mi afecto. Considero muy normal no caerle bien a todo el mundo, pero
eso, además, no debería ser causal de conflicto. A menos, claro, que le caigas
mal a tus hijos o a tu esposa —eso es peor incluso que no caerle bien a tus
padres. Al menos uno crece con eso encima, y cuando te das cuenta de que les
caes mal, con poner tiempo y espacio de por medio todo se soluciona. Pero con
esposa e hijos el asunto se complica. Lo más factible es que el culpable seas
tú, y si no tomas cartas en el asunto, será una pérdida dolorosa.
Fuera de eso, la verdad, me
importa poco la opinión personal que un tercero tenga de mí, según su
percepción y marco intelectual. Strictu sensu, caerle mal al jefe no
debería ser causal de despido: con tener el trabajo al día, todo debería seguir
igual. De todas maneras, cuando te despidan —hasta por causas naturales—, te
olvidarán al tercer día y alguien ocupará tu función en la empresa. Lo mismo
con los vecinos: basta con no hablarse.
Pero por lo general a la gente le
gusta el camino de la violencia. Imagino que le pone color a sus vidas.
El asunto es simple: la opinión
que importa —al menos para ser considerada relevante— es la que viene de
lugares donde el cariño medra, donde el consejo o la crítica certera surgen por
preocupación y no por necedad. Los artistas sabemos mucho de eso. Solo la
majadería hace que uno se empeñe en complicarse la vida, sin importar mucho el
arte que se practique.
El comienzo es difícil: años de
formación, frustración y, lo peor, de pelearse por un sitio en la palestra de
los grandes, a fuerza de concursos importantes que, por lo general, vienen
acompañados de cualquier adjetivo descalificativo referente a la necedad de
empeñarse en vivir de algo donde el mercado es difícil. Teniendo la oportunidad
de estudiar Derecho y ser abogado —al menos haciendo divorcios a precios
populares se sobrevive—, uno escoge el camino largo y tortuoso del arte, hasta
lograr vender lo suficiente para vivir.
Esa ristra de consejos, bien o
malintencionados, hace que uno vaya poniendo distancia entre lo que quiere y lo
que los demás quieren de uno. Algo que, sin duda, ayuda a vivir sin tanto
drama. Y en esta vida, un drama menos siempre ayuda.
Ocios del guionista
Todo ese discurso sobre lo poco
que me importa lo que otros piensen de mí se desmoronó hace una semana.
En la habitación teníamos un
perchero donde colgaban los bolsos, las chaquetas, las batas de baño y las
gorras —pues el trópico no ayuda con eso de andar con la cabeza al descubierto.
Cierta noche me despertó un estruendo. Dormía profundamente, cuando la realidad
se coló hasta en el sueño mismo. Tanto fue el sobresalto que me desperté
pensando: ¿Qué hace una cabeza de caimán en mi cama?
No pude dedicarle más que un
segundo pensamiento porque, a mi lado, mi esposa lloraba, asustada y
completamente cubierta por todo el contenido del perchero. Pensaba que era una
pesadilla —o al menos parte de una. Hubo que actuar con rapidez: levanté el desastre
(en ese momento descubrí que la "cabeza de caimán" era mi bata de
baño), y saqué a mi esposa de entre la maraña de bolsos, gorras, batas y hasta
una guayabera de lino que le había caído encima. La vi llorando, con las manos
cubriendo la mitad derecha de su rostro, gimiendo desconsolada.
El gato
Resultó que el gato intentó
treparse en el perchero y lo tumbó. Con tan mala suerte que una de las perchas
fue a dar directamente en la ceja derecha de mi esposa. Lo normal: pastillas
para el dolor, un antiinflamatorio. Cuando pasó la confusión —una hora más
tarde—, el ojo ya lucía las trazas de un morado con proporciones de violencia
doméstica.
En ese instante caímos en cuenta
de lo horrible que se vería todo: ella, de metro sesenta y no más de sesenta
kilos; yo, de metro ochenta y 95 kilos… con una explicación tan rebuscada como
cierta: el gato tumbó el perchero cuya percha impactó en su ojo. Sonaba
a “me caí, me tropecé, fue un accidente”, ese repertorio de excusas de mujeres
maltratadas que nadie cree.
El pánico
Caí en cuenta de que existen
límites ante los que uno debe dejar de hacer caso a lo que dicen los demás de
ti. Hay momentos…
¿Cuánto me espantaría que las
amigas de mi esposa pensaran que la estoy maltratando? ¿Cuánto pasaría hasta
que un vecino o vecina bienintencionado la viera y yo terminara pasando un mal
rato?
Preso no iba a ir, porque soy
inocente, pero… vaya uno a saber la cantidad de problemas. Incluso puedo
tropezarme con un jefe y, al presentarle a mi esposa, quedaría botado sin
preguntas, solo por la sospecha.
El cuento del gato no serviría ni
siquiera notariado, ni publicado en todas las redes sociales por mi señora.
Los peligros de tener un gato
Nos sentimos aterrorizados,
ambos. Mi esposa no quiso exponerme, tanto que lleva una semana sin salir de
casa. Pensamos en la cantidad de posibles escenarios en los que alguien creyera
que hay violencia doméstica. Fue preferible el encierro. Todo por culpa de un
gato de cinco kilos que decidió lanzarse en una embestida súbita mientras
cazaba bichos voladores del trópico.
Buda decía que quien se indigna
por ser insultado no lo hace por el insulto en sí, sino por el mal que lleva
dentro, descubierto en público. Pero acabo de vivir la experiencia de que esa
ley budista tiene sus excepciones. Ni siquiera Buda, en su enorme sabiduría,
tenía razón en todo.
También es cierto que la única
diferencia entre la realidad y la ficción es que esta última tiene reglas.
José Ramón Briceño
17/04/2025
