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viernes, abril 18, 2025

Manual doméstico para no parecer maltratador accidental

Los gatos

Siempre me han gustado los gatos. Con ellos uno aprende desde el afecto sin apego hasta la maravilla de saber que viven contigo porque te quieren. Siempre prefieren irse de un sitio donde los maltraten, en cuanto encuentran otro que los trate mejor. Así que, aunque no sean tan amorosos como los perros, su cariño es sincero.

De hecho, parte de mi sueño es vivir en un sitio tan apartado que el perro se sienta libre, solo para no sentir que tengo un esclavo a mi servicio. El gato, en cambio, está contigo porque quiere, incluso cuando —seguramente— tenga un vecino que lo trate mejor. Los gatos no necesitan validación. Viven a su aire. Su única función es ser elegantes y matar alimañas. Son buenos amigos que te acompañan por pura amistad. Eso enseña algunas cosas.

Los años

Los años conviviendo con gatos hacen que uno absorba cierta sabiduría. Uno de los superpoderes que he ganado con la edad es que, en realidad, me importa muy poco la opinión de quienes no gozan de mi afecto. Considero muy normal no caerle bien a todo el mundo, pero eso, además, no debería ser causal de conflicto. A menos, claro, que le caigas mal a tus hijos o a tu esposa —eso es peor incluso que no caerle bien a tus padres. Al menos uno crece con eso encima, y cuando te das cuenta de que les caes mal, con poner tiempo y espacio de por medio todo se soluciona. Pero con esposa e hijos el asunto se complica. Lo más factible es que el culpable seas tú, y si no tomas cartas en el asunto, será una pérdida dolorosa.

Fuera de eso, la verdad, me importa poco la opinión personal que un tercero tenga de mí, según su percepción y marco intelectual. Strictu sensu, caerle mal al jefe no debería ser causal de despido: con tener el trabajo al día, todo debería seguir igual. De todas maneras, cuando te despidan —hasta por causas naturales—, te olvidarán al tercer día y alguien ocupará tu función en la empresa. Lo mismo con los vecinos: basta con no hablarse.

Pero por lo general a la gente le gusta el camino de la violencia. Imagino que le pone color a sus vidas.

El asunto es simple: la opinión que importa —al menos para ser considerada relevante— es la que viene de lugares donde el cariño medra, donde el consejo o la crítica certera surgen por preocupación y no por necedad. Los artistas sabemos mucho de eso. Solo la majadería hace que uno se empeñe en complicarse la vida, sin importar mucho el arte que se practique.

El comienzo es difícil: años de formación, frustración y, lo peor, de pelearse por un sitio en la palestra de los grandes, a fuerza de concursos importantes que, por lo general, vienen acompañados de cualquier adjetivo descalificativo referente a la necedad de empeñarse en vivir de algo donde el mercado es difícil. Teniendo la oportunidad de estudiar Derecho y ser abogado —al menos haciendo divorcios a precios populares se sobrevive—, uno escoge el camino largo y tortuoso del arte, hasta lograr vender lo suficiente para vivir.

Esa ristra de consejos, bien o malintencionados, hace que uno vaya poniendo distancia entre lo que quiere y lo que los demás quieren de uno. Algo que, sin duda, ayuda a vivir sin tanto drama. Y en esta vida, un drama menos siempre ayuda.

Ocios del guionista

Todo ese discurso sobre lo poco que me importa lo que otros piensen de mí se desmoronó hace una semana.

En la habitación teníamos un perchero donde colgaban los bolsos, las chaquetas, las batas de baño y las gorras —pues el trópico no ayuda con eso de andar con la cabeza al descubierto. Cierta noche me despertó un estruendo. Dormía profundamente, cuando la realidad se coló hasta en el sueño mismo. Tanto fue el sobresalto que me desperté pensando: ¿Qué hace una cabeza de caimán en mi cama?

No pude dedicarle más que un segundo pensamiento porque, a mi lado, mi esposa lloraba, asustada y completamente cubierta por todo el contenido del perchero. Pensaba que era una pesadilla —o al menos parte de una. Hubo que actuar con rapidez: levanté el desastre (en ese momento descubrí que la "cabeza de caimán" era mi bata de baño), y saqué a mi esposa de entre la maraña de bolsos, gorras, batas y hasta una guayabera de lino que le había caído encima. La vi llorando, con las manos cubriendo la mitad derecha de su rostro, gimiendo desconsolada.

El gato

Resultó que el gato intentó treparse en el perchero y lo tumbó. Con tan mala suerte que una de las perchas fue a dar directamente en la ceja derecha de mi esposa. Lo normal: pastillas para el dolor, un antiinflamatorio. Cuando pasó la confusión —una hora más tarde—, el ojo ya lucía las trazas de un morado con proporciones de violencia doméstica.

En ese instante caímos en cuenta de lo horrible que se vería todo: ella, de metro sesenta y no más de sesenta kilos; yo, de metro ochenta y 95 kilos… con una explicación tan rebuscada como cierta: el gato tumbó el perchero cuya percha impactó en su ojo. Sonaba a “me caí, me tropecé, fue un accidente”, ese repertorio de excusas de mujeres maltratadas que nadie cree.

El pánico

Caí en cuenta de que existen límites ante los que uno debe dejar de hacer caso a lo que dicen los demás de ti. Hay momentos…

¿Cuánto me espantaría que las amigas de mi esposa pensaran que la estoy maltratando? ¿Cuánto pasaría hasta que un vecino o vecina bienintencionado la viera y yo terminara pasando un mal rato?

Preso no iba a ir, porque soy inocente, pero… vaya uno a saber la cantidad de problemas. Incluso puedo tropezarme con un jefe y, al presentarle a mi esposa, quedaría botado sin preguntas, solo por la sospecha.

El cuento del gato no serviría ni siquiera notariado, ni publicado en todas las redes sociales por mi señora.

Los peligros de tener un gato

Nos sentimos aterrorizados, ambos. Mi esposa no quiso exponerme, tanto que lleva una semana sin salir de casa. Pensamos en la cantidad de posibles escenarios en los que alguien creyera que hay violencia doméstica. Fue preferible el encierro. Todo por culpa de un gato de cinco kilos que decidió lanzarse en una embestida súbita mientras cazaba bichos voladores del trópico.

Buda decía que quien se indigna por ser insultado no lo hace por el insulto en sí, sino por el mal que lleva dentro, descubierto en público. Pero acabo de vivir la experiencia de que esa ley budista tiene sus excepciones. Ni siquiera Buda, en su enorme sabiduría, tenía razón en todo.

También es cierto que la única diferencia entre la realidad y la ficción es que esta última tiene reglas.

José Ramón Briceño
17/04/2025