Otra historia de amor
Cuarenta
y cinco grados a la sombra, la calle vacía a las dos de la tarde, pero la
resaca pide a gritos una dosis extra grande de lo que sea aunque por el calor
es preferible mucha cerveza. Hasta hace doce horas era un fulano normal, tres
palabras destrozaron todo, ella dijo,
tenemos que terminar, tomó su cartera y salió para nunca más volver. El hombre
no supo nada más, sus palabras rebotaron de manera intensa desde ese momento,
no hubo sosiego, destapó una botella del licor más barato y abundante que
encontró a mano, lloró hasta deshidratarse y bebió hasta caer de la silla, sin
soltar el teléfono, ahí lo encontró la mañana, tirado en medio de la sala,
adolorido gracias duro piso de granito sin pulir, la cabeza amenazando con
explotar y la tristeza reventando las costuras de la cordura, encendió el
primer cigarrillo, desayunó con el fondo de la botella.
Se
duchó, intentó la centésima llamada al celular que tampoco respondió, llamó a
su trabajo para decir que tenía la tripa revuelta y no asistiría ese día, se
vistió y salió hasta el cajero automático más cercano luego desandó el camino
hasta la licorería más cercana y barata donde le pidió al vendedor que le diese
cervezas hasta que se acabara el dinero, si faltaba no importa que usaría la
tarjeta de crédito, los amigos extrañados por el silencio llamaron por horas hasta
que contestó y entre sollozos explicó que ella lo había dejado, alguno lo
intentó rescatar pero le pidió más alcohol, entre hombres es normal
emborracharse hasta perder la conciencia, quizás por eso nadie prestó mayor
atención al asunto del despecho.
Así
pasaron los días, una interminable sucesión de borracheras y resacas, muy poca
comida, no volvió al trabajo, otra vez algún amigo preocupado hizo llegar un
reposo psiquiátrico por depresión severa para evitar que perdiese también el
empleo, sin embargo al pobre hombre no le importaba nada más que su dolor,
pensaba que nadie más lo volvería a querer, la licorería se transformó en parte
de su rutina diaria, los borrachitos miserables sus nuevos compañeros de farra,
el licor el aderezo de sus pocas comidas. Una tarde cualquiera entre los
lamentos que decía entre la nube de cigarro y alcohol alguien le hizo llegar
una extraña pipa con yerba, olvido automático dijo el espontaneo, él aceptó
porque ya no pensaba que nada sería peor, tenía razón el extraño, el sosiego llegó pero no el olvido.
Se
hizo adicto a la yerba, ya sumaban tres vicios capitales en su nueva vida de
indigente emocional; alcohol, cigarro y yerba, su mezcla perfecta para pasar el
día, adelgazó más de cuarenta kilos en ese mes, resulta que no comía pues el
sueldo de reposante psiquiátrico lo gastaba integro en su nuevo harén de vicios
placenteros y tristeza autocomplaciente.
La familia intervino, perdió la casa para
terminar en la de su padre, allí no le fue mejor, se escapaba a beber
escondido, como buen adicto encontró otro distribuidor que pronto le hizo
llegar más yerba, ahora supuestamente modificada genéticamente por lo que no
solo era más cara, también más potente, comenzó a mezclar el peor licor, los
peores cigarrillos con la supuesta yerba que ya no le hacía nada de lo
prometido, no sentía la misma paz de los primeros intentos, vendió hasta los
zapatos.
En
una tarde de lucidez forzada por la falta de dinero se enteró que ella se había
ido del país y ahora vivía con un español que decía ser su amigo del alma pero
que termino de amante de turno, la depresión volvió, el distribuidor le
prometió calma instantánea, empezó a mezclar la extraña yerba con unos
cristales que les dicen piedras, mezcla fatal para cualquier novato pero
perfecta para un organismo acostumbrado a los excesos de drogas, y a veces
hasta algunas pastillas robadas a la madrastra mezcladas con ron pusieron su
aporte.
Cuentan
que una mañana, seis meses después de comenzado el despecho, despertó gritando
el nombre de ella, eran alaridos plenos de agonía mezclada con rabia profunda,
salió en pijama gritando de manera
ininteligible mientras lanzaba piedras a la pared del fondo de la casa,
salieron los vecinos entre alarmados y
curiosos a escuchar el escándalo del loco de al lado.
Llegó
el dueño de casa intentando imponer algo de su autoridad filial
pero no hubo forma de hacerlo entrar en razón, hizo un amago de rezo y lanzó
piedras ahora a los presentes, gritaba que la mujer había muerto y ahora lo
perseguía su fantasma, dijo además que el diablo en persona le había dicho que
estaba castigado por haber pateado al cristo y a su madre el día que lo bajaron
de la cruz mil vidas atrás, que por eso ella lo perseguiría hasta el día de su
muerte cuando satanás lo recibiría como al hijo prodigo, al grito de ¡vade
retro satanás! Salió a la calle a gritar su buena nueva, con tan mala suerte
que un autobús lo atropelló, cuentan que mientras agonizaba en medio del
pavimento, decía en voz muy baja el nombre de ella, todo acabó aquel domingo de
madrugada, agonizaba rodeado de cemento sangre y moscas, rogando que la próxima
vida también fuese en los brazos de ella.
José
Ramón Briceño, 2016
@jbdiwancomeback
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