Uno de los aprendizajes más complicados, para un ciudadano promedio (como
yo) es aceptar la distancia que existe entre el deber ser y lo que realmente
sucede, caer rendido ante la evidencia en que la única diferencia entre la
realidad y la ficción es que esta última tiene reglas, la realidad no. Para no
ponerme místico ni nada similar puedo dar fe de ese fenómeno, hasta hace unos
pocos años pensaba que era el único latinoamericano mayor de cincuenta años sin
licencia de conducir y que piensa no sin angustia en la necesidad de tener un vehículo
que le facilite poco el trafago diario que ya va para tres kilómetros diarios
en promedio, con picos de entre seis y once kilómetros caminados en un solo
día, caminando por muchos sitios sin parar hasta llegar a casa, solo por la
necesidad de movilizarme, por eso jamás me burlo de la impericia de ningún adulto al volante, a menos que sea
una burrada total hasta para un no conductor como yo.
Cierto viernes del año 2014 a eso de la siete de la noche andaba yo con la
señora de aquellos años, ella pocas semanas atrás había decidido comprar un carro
y así de valiente se lanzó a manejar con el mínimo lógico posible, a las tres
semanas ya andaba con soltura por las calles de Maracay, las calles más
antiguas de la ciudad son estrechas por lo que las intersecciones eran sitios
peligrosos para transitar sin mesura, el cuento es que la señora , viendo la
larga calle Miranda despejada mete el acelerador a fondo mientras le voy
gritando sobre l peligroso de la maniobra, como asuntos de la vida atravesamos
un retén policial que de inmediato dio la voz de alto, al detenernos dos
funcionarios exigen que bajemos del vehículo y nos separan de inmediato, piden documentos de identificación con las
otras preguntas de rigor mientas un tercero radia la placa del carro, entre la
señora y yo habían ahora seis metros y cuatro funcionarios policiales, veo la
cara de consternación de la señora y agradezco que la bronca no sea conmigo,
esperando que se serenase pues como venezolano sé que una detención arbitraria
es factible por motivos mercenarios de cualquier funcionario policial o
militar, tanto peor si el asunto es inexplicable, toda la seriedad del caso terminó
con la primera pregunta del muy serio funcionario de la Policía de Aragua,
¿está bien?, ¿en serio no lo están secuestrando?, costó un rato de conversación
explicarle al policía que la señora no era ninguna mujer tóxica y mis gritos de
horror eran por el modo de manejar de la dama y no de terror delictual/pasional
tan común en aquella ciudad (esa tarde lo pregunté a los policías).
Veinte minutos más tarde rodábamos ahora por la avenida Bolívar, yo con un
ataque de risa por la situación y la señora furiosa, gracias a la providencia
la noche terminó en una velada magnifica, más tarde teníamos que asistir a la
inauguración de una exposición individual, trago, amigos, risas, bohemia y al
final el perdón por el pecado de haberme reído por haber sido detenido como un
acto de heroísmo por parte de varios valientes funcionarios de la Policía de
Aragua, haciéndome jurar nunca jamás repetir la anécdota, sanción más terrible
que una pelea, era un cuento demasiado bueno para guardarlo, por (des) fortuna
vino el año 2015 (cuando bajamos al averno de las lentejas) /16/17 y hasta este
dislocado 2024 en que vuelvo a rememorar la anécdota con toda la gracia del
recuerdo fantástico de cuando la realidad se dislocaba de manera amable acá en
mi país. Tan fantástico relato podría aceptarse como parte del guion de alguna película
cómica donde el escritor decide mostrarle al espectador la razón por la que el “héroe”
debe abandonar a la señora y tomada la decisión errónea de no hacerle caso a la
lógica y prefiere el drama de la trama.
Este es solo un ejemplo de como la realidad y la ficción se entremezclan en
lo cotidiano, para los policías una situación así es siempre posible gracias a
que sucede con cierta regularidad, la situación que hubiese sido grave en otro
país, en este los policías lo tratan con delicadeza no vaya a ser una pataleta
de doña latinoamericana sin más intención que la de castigar al infiel haciendo
el show que Telemundo le enseñó, lo otro fue convencer al policía de que yo no
manejo ni tengo licencia, que el carro es de la señora, que si era profesor de
la Universidad Bicentenaria y otra vez que no me gusta manejar , por ultimo me
inventé un diagnostico psiquiátrico para no manejar para terminar recomendando
a la señora conducir con moderación que por favor los perdonásemos pero es que
se confundieron por mi culpa, mientras yo no podía hablar de la risa por lo bufa
de la situación.
Una detención policial en Venezuela nunca jamás es cosa risa, todo lo
contrario, tal y como comenzó la escena debo admitir que hasta que el policía
me pregunta si me estaban secuestrando o algo similar y en vez de responder, reía,
de ahí en adelante era fácil explicar lo que sucedió y me inmolé, les conté que
la señora estaba en su primer mes como conductora a los 40 años, ellos
entendieron todo. La inmolación tuvo su efecto, nos dejaron ir, pero hasta hoy
no fui libre para contar esta historia, antes de despedirme lo de “inmolarme”
fue que todos los señores conocemos el castigo cuando toca explicar situaciones
tan complicadas como que la señora estaba aprendiendo a manejar y mi neura no
era de gratis, además el incordio de darle las gracias a los agentes del orden
que hicieron un excelente trabajo aquella tarde, solo por cuitar a mi padre, “cuando
tienes razón pero de todas maneras ibas sancionados y puestos en autos prefiero
la sanción marital antes que la judicial.
José Briceño
28/09/2024
Difícil experiencia entre neura, susto y risas.
ResponderBorrarExcelente narrativa, por demás graciosa y algo poco creíble...viniendo de los personajes de seguridad q siempre se hacen los care'kornflakes, en riñas de pareja...pero sé q es cierta!...
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